Dr. Darsi Ferrer
La Habana, Cuba. 26 de diciembre de 2011.
Si hace solo unos meses tomó por sorpresa a la comunidad internacional los estallidos sociales en los atrasados pueblos árabes del Medio Oriente, que dieron por resultado el derrocamiento de algunas dictaduras y las sacudidas de otras que tratan de perpetuarse adoptando reformas democráticas, igual de insólita resulta la deriva en Myanmar, donde la junta militar se ha llamado a capítulo y lidera un inesperado proceso de desmonte voluntario del sanguinario régimen mediante la aplicación de medidas liberalizadoras.
En el país asiático la junta militar gobernante traspasó el poder a un grupo de civiles, hecho que constituye una novedad de inusual racionalidad entre las viejas dictaduras que se resisten a los cambios impuestos por los nuevos tiempos. Y aunque el estrenado gobierno de transición cuenta con la inquietante presencia de antiguos altos oficiales del ejército, ligados al despotismo y a la recurrente historia de maltratos e injusticias cometidas en esa nación desde el golpe de Estado en 1962, sus actuales reformas liberadoras son un verdadero estímulo para la esperanza de una evolución pacífica hacia la democracia y el Estado de Derecho. Se trata, pues, de un paso pequeño de gigante influencia.
La libertad de prensa y acceso a Internet han sido permitidos en gran medida, así como el derecho de huelga y el fin del monopartidismo encabezado por el siniestro grupo castrense, aupados alrededor del Consejo de Estado Para la Paz y el Desarrollo. Y aunque en un principio habían prohibido que participaran como candidatos a las elecciones más de mil líderes y figuras prominentes de la otrora ilegalizada Liga Nacional para la Democracia, pronto esa proscripción cesó legalmente.
La figura más destacada de la oposición, la Premio Nobel Aung San Suu Kyi, a la que negaron una victoria aplastante en los comicios pluripartidistas de 1990, castigándola con el encierro y estrecha vigilancia, ahora goza de plena libertad para competir por la presidencia de la nación. Ella representa el más preciado valor de honestidad y entereza moral para la actual Birmania que el mundo progresista desea ver en funciones. Sus credenciales de líder natural quedaron ratificadas con la reciente visita de la Secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton. El encuentro personal de la alta funcionaria con la líder opositora fue cálido y muy estimulante para el futuro desarrollo del proceso democrático aún en ciernes.
Sin embargo, la situación de Myanmar es grave. El proyecto de transición llega rodeado de múltiples y peligrosos escollos. Por años la prolongada y brutal dictadura militar causó abusos y violaciones sistemáticas de los derechos humanos. Los militares son responsables de atropellos y asesinatos de poblaciones enteras, y no sólo de la mayoría birmana. El ejército llevó a cabo asaltos y violaciones de mujeres y niñas de minorías étnicas, como los Shan y Karen, obligándolas al cautiverio. Esas crueldades provocaron respuestas armadas de diversas guerrillas y, en la actualidad, se reportan graves enfrentamientos militares. Como consecuencia natural de este estado de desorden, también surgió un creciente tráfico de drogas por las tierras altas del norte del país, situación que genera guerras de pandillas y agrava la corrupción de funcionarios y poderes públicos.
Además, aún está fresca en la memoria de ese pueblo la violenta represión del gobierno militar en el 2008. Ocasión en la que miles de sacerdotes budistas salieron a las calles a protestar pacíficamente en apoyo de las manifestaciones populares por la falta de democracia y fueron perseguidos, apaleados y encerrados en prisiones. No pocos terminaron torturados y asesinados, y sus cadáveres arrojados en medio de la vía pública como escarmiento.
Las bases de brutalidad, desorden, guerra y violación de derechos es una herencia onerosa que recibe la incipiente y débil sociedad civil birmana. El reto aumenta en la delicada transición cuando los militares constituyen la misma fuerza elitista que formó parte importante de una tradición de golpes de Estado desde el mismo origen comunista de esa nación asiática, apenas liberada del colonialismo británico. El modelo totalitario salido de ese proceso de incivilización fue uno de los pupilos preferidos de China, el que quedó integrado a su esquema de “área de influencia” de la Guerra Fría en la península indochina.
No obstante, al vetusto proyecto de política exterior china le ha caído carcoma. Su fragilidad es evidente frente al cambio de la estructura geopolítica, y sobre todo social, en el mundo. Se puede afirmar que buena parte del cambio de rumbo de última hora del generalato birmano parte de una ágil reacción ante los inesperados sucesos y evolución de los autoritarismos tradicionales de la zona de Medio Oriente y el Norte de África. Con buen tino, los castrenses tragan el buche amargo que les empuja la historia de la nueva época globalizada. A causa de fuerzas imprevisibles que irrumpen en el presente, despotismos asentados por décadas tienen un final brusco e inadvertido, gracias a algo que apenas hace una década parecía remitirse a un pueril y despreciable manejo de artefactos electrónicos.
Los mandarines chinos son los más sorprendidos con esa reacción de sometimiento de su pupilo a la cruda realidad contemporánea, dejándolos en la estacada. Más no sólo a los generales birmanos persiste en aparecerse el cadáver macerado del dictador Muanmar el Gadafi. De repente, los mandamases del Partido Comunista chino encuentran una acelerada y espontánea redistribución del orden mundial donde empieza a primar el orden civil, la desideologización y las libertades públicas. Perspectivas en las que pierde asidero el modelo imperial por el que apostaron para su permanencia infinita en el poder, y base de su proyecto hegemónico de futura primera potencia global. La buena noticia para el pueblo chino es que su país no está exento de esos cambios, pese a las maniobras que pueda emprender la élite gobernante.
Myanmar inicia hoy un duro camino para intentar la reconciliación nacional, el regreso de los militares a los cuarteles, y dar los primeros frágiles pasos hacia una democracia, el respeto de los derechos de los ciudadanos y el fomento libre de la economía de un pueblo trabajador y con una gran tradición histórica y cultural.
Al otro lado del mundo, los ancianos cabecillas de la también anquilosada dictadura militar de los Castro deberían tomar ejemplo de la prudencia emprendida por sus colegas asiáticos. En el actual contexto político los cambios no pueden limitarse a meras medidas cosméticas, sino de peso, tal como asumen en estos momentos los gobernantes birmanos. El proceso mundial de la Globalización es imparable y las señales de sus cambios de mentalidad y estructuras comienzan a aparecer también en la isla del Caribe, sin esperar lentas autorizaciones burocráticas o dubitaciones de ancianos con ínfulas dinásticas para sus retoños. El tiempo pasa y la nación que no reciba su libertad de manera civilizada, firme y segura, la conquistará de otras maneras.
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