Por Dr. Darsi Ferret
La Habana, Cuba. 30 de noviembre de 2011.
Cada vez es mayor el número de analistas internacionales que dan por sentado la inminente sustitución de Estados Unidos por China como nueva y pujante primera potencia mundial. Las bases para esa hipótesis la fundamentan en el crecimiento económico que por años ha formado parte de la China disfrazada de capitalista, que ya supera en sus exportaciones a gigantes como Japón y Alemania, así como por el creciente monto de dólares, títulos de deuda y bonos del Tesoro norteamericano que acaudala a manos llenas, entre otras razones.
Sin embargo, ¿realmente es esto un hecho incontrovertible? De cierto, otra buena parte de la opinión especializada sostiene lo contrario. Afirman que el modelo chino es una enorme burbuja económica cuya frágil base de sustentación está minada por significativas contradicciones sociales, políticas y económicas que representan un serio lastre para el futuro de la nación. Ante esta disyuntiva de dos aparentes realidades de un mismo fenómeno, los hechos demuestran que China, más allá de las engordadas cifras de desarrollo, en el orden interno oculta la debilidad de un despiadado modelo explotador que poco lo recomienda como próximo líder global.
Es palpable que en las élites de ese país asiático pervive un resentimiento de milenaria potencia mundial, condición que le duró hasta hace apenas un siglo, cuando sufrió el despojo y la humillación neo-colonial a manos de Occidente. Ese viejo complejo motiva un impetuoso impulso en el orden de su proyección externa, exportando la visión explotadora nacional, ausente de transparencia y nutrida de prácticas económicas desleales. Aunque utiliza con éxito los instrumentos de modernidad que le aporta la Globalización, al negarse a la democracia y al Estado de Derecho, en sí misma estructura y fomenta elementos de resistencia que la hacen peligrosamente inestable ante la creciente realidad diversa y moderna de la actual corriente civilizadora. De hecho, el modelo chino es un calculado proyecto de desarrollo sostenido sin repercusión en las libertades individuales de su pueblo.
Resulta verdaderamente deshonesto que muchos agoreros del nuevo advenimiento chino ni siquiera mencionen que esa nación persiste en ser una dictadura totalitaria. Ni se le da importancia a que sea regida por el mismo Partido Comunista que organizara y dirigiera tantas campañas y represalias que le costaran la vida y sufrimiento a millones de sus ciudadanos. Un país controlado con mano dura por una clase elitista que tiene como principal objetivo su propio enriquecimiento. Como expusiera un experto dudoso de la próxima primacía mundial china, “la población aceptó la obediencia a cambio de mejorar su nivel de vida y el Partido Comunista aceptó la transición económica y social a cambio de mayores privilegios”.
Esto incluye ejemplos hasta de rancio colonialismo, como la ocupación forzosa de la región del pueblo uigur de tradición musulmán. O como el caso del Tíbet, víctima de una invasión militar china en la década de los años 50 del pasado siglo, agresión que costó la muerte de un millón de tibetanos y la destrucción de buena parte de su acervo cultural. Ambos son obstáculos presentes e insalvables hacia el desarrollo real y humano de los derechos del gran pueblo asiático.
Anunciándolo cínicamente como una etapa necesaria para construir el desgastado fantoche del mítico y futuro Comunismo en el que nadie cree, el Partido Comunista chino ha dispuesto y bendecido la abierta y descarnada explotación de su enorme población a manos de los inversionistas extranjeros y los funcionarios nuevos-ricos del gobierno. Sin derecho a huelga, reclamaciones salariales, vacaciones o licencias por enfermedad o maternidad, los trabajadores chinos se desgastan en agotadoras jornadas de 12 y 14 horas diarias, seis días a la semana. Siempre bajo la amenaza de despido ante la menor muestra de debilidad, están presionados a esforzarse al máximo debido al enorme número de parados que esperan ansiosamente ocupar una vacante en la cadena productiva. De esta manera, el pueblo chino sufre en pleno siglo XXI los dantescos episodios de la peor etapa de explotación de los orígenes del capitalismo primitivo.
El Partido Comunista promotor de toda esa conveniente “pujanza económica” cuenta con el férreo control directo de más del 60% del país, donde se ha cuidado mucho de que no llegue la imagen de vidriera de la zona costera Oriental. Los sectores estatal y privado quedan bajo un poder central y en ambos el Partido-Estado impone no sólo decisiones administrativas incuestionables, sino que también obliga a rajatabla tasas de precios y costos. Y a pesar de que el Estado consume alrededor de un tercio del gasto público en subvencionar sus empresas para mantenerlas a flote, ofrece apenas un mínimo de salvaguarda al sufrimiento popular, autorizando sólo un reducido gasto en sanidad y pensiones, y excluyendo sufragar cualquier subsidio por desempleo.
La división del país en tres áreas económicas que requieren de un pasaporte interno para pasar de las zonas pobres a las de empuje económico favorece el modelo de explotación de la masa laboral en China, aunque no sólo dentro del territorio nacional. En varios países del primer mundo y en vías de desarrollo de Occidente, recientes denuncias demuestran casos flagrantes de brutal expolio de mano de obra china exportada. Y severas prácticas de matonismo empresarial han tenido lugar en países de creciente influencia china en África, como Zambia, reprimiendo violentamente las huelgas de mineros provocadas por violaciones salariales, o en la también minera Shougang de Perú. Por otra parte, llueven las denuncias y alarmas por las crecientes falsificaciones y alteraciones de productos de fabricación china. Acciones fomentadas por ánimos de irresponsable y desenfadado lucro, lo que mina la confianza de consumidores occidentales para el consumo en surtidos tan disímiles como los productos lácteos y juguetes hasta los sistemas electrónicos de armamento.
En América Latina, muchos elementos de las castas intelectuales y dirigentes, más allá de realidades palpables, persisten en mantener con vida el viejo andamiaje del antiamericanismo y son los más entusiastas en otorgarle a China el papel de próxima primera potencia. También conforman las filas de los mayores vaticinadores del desplazamiento del centro económico mundial de los Estados Unidos hacia la nación más poblada del mundo. Dan por sentada esta versión de los hechos como el del supuesto abandono y desinterés de la nación norteña hacia sus vecinos del sur.
Más, esto sólo es el delirio deseado por esas élites antinorteamericanas. Como alguien dijera con mucho acierto, los hechos son tozudos y desmienten toda falsa presunción. En la realidad que atormenta a esos personajes, América Latina no sólo sigue siendo el mayor centro de la inversión del capital norteamericano, superando por tres veces el de China en la región, sino que cerca del 50 % de las exportaciones norteamericanas tienen como destino a Latino-américa. Además, cada año esta región se beneficia de las transferencias de tecnologías modernas y programas de ayudas económicas de los Estados Unidos, así como de tratados comerciales preferenciales. Las remesas familiares enviadas por los emigrantes latinoamericanos radicados en Estados Unidos, pese a la crisis económica, superan los 60, 000 millones de dólares, mucho más que las provenientes de Europa y Asia. En cambio, el comercio de la región con China se concentra en la exportación de materias prima, y prácticamente no encuentra mercado para incluir en el intercambio producciones con valor agregado. Situación que no favorece el desarrollo y la solides de las economías de Latino-américa.
Contrario a las afirmaciones predominantes en el discurso de los personeros de la izquierda internacional, que no se cansan de denunciar un interés determinante de EEUU por asentarse y controlar los recursos económicos del Medio Oriente, el desplazamiento de su eje de intercambio comercial global a donde lo dirige es al Asia. No obstante, no hay dudas de que estas variaciones no modifican la persistencia del centro económico mundial dentro de los límites geográficos de Estados Unidos, el que da señales claras de reacomodo de capitales, empresas y empleos dirigidos hacia su costa occidental. Recientes acuerdos regionales de las naciones suramericanas que bordean el Océano descubierto por el conquistador español Balboa y los flamantes tratados de libre comercio firmados por Estados Unidos con Panamá y Colombia consolidan esta tendencia de preparar a la región hacia un mayor intercambio comercial en la zona económica del Pacífico, desde ya más sólidos e importantes que el lento crecimiento del otro gran proyecto económico regional de América Latina, el convenio atlántico de Mercosur.
Las instrumentaciones hacia el desarrollo de la región de cara al Pacífico tienen mayor viso de realidad que configuraciones regionales conformadas por una visión de politizado resentimiento y banal enfrentamiento geopolítico con la nación que, en la realidad que se insiste en ignorar, es la que más los favorece. Así, engendros voluntaristas como el semi-cadavérico ALBA y el endeble UNASUR parecen empezar a formar parte de las leyendas heroicas, e inútiles, del resentimiento antiimperialista latinoamericano.
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